A pesar de esta
injusticia distributiva que don Fermín tenía debajo de sus ojos, sin que le irritara,
el buen canónigo amaba el barrio de la catedral, aquel hijo predilecto de la Basílica, sobre
todos. La Encimada
era su imperio natural, la metrópoli del poder espiritual que ejercía. El
humo y los silbidos de la fábrica le hacían dirigir miradas recelosas al Campo
del Sol; allí vivían los rebeldes; los trabajadores sucios, negros por el
carbón y el hierro amasados con sudor; los que escuchaban con la boca abierta a
los energúmenos que les predicaban igualdad, federación, reparto, mil absurdos,
y a él no querían oírle cuando les hablaba de premios celestiales, de
reparaciones de ultra-tumba. No era que allí no tuviera ninguna influencia,
pero la tenía en los menos. Cierto que cuando allí la creencia pura, la fe
católica arraigaba, era con robustas raíces, como con cadenas de hierro. Pero
si moría un obrero bueno, creyente, nacían dos, tres, que ya jamás oirían
hablar de resignación, de lealtad, de fe y obediencia. El Magistral no se hacía
ilusiones.
Leopoldo Alas Clarín. La Regenta. 1884.
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