La Humanidad tiene una humilde representación en este extremo de Europa, tenido como un puente para pasar al África. Es la vieja patria ibera, la madre España, que baña sus pies en dos mares y ciñe a su frente la diadema de los Pirineos.
Ni el pueblo, dieciocho millones de personas, ni la tierra, 500.000 kilómetros cuadrados, están civilizados.
El pueblo es esclavo de la Iglesia: vive triste, ignorante, hambriento, resignado, cobarde, embrutecido por el dogma y encadenado por el temor al infierno. Hay que destruir la Iglesia.
(...)
“Escuela y despensa”, decía el más grande patriota español, don Joaquín Costa.
Para crear la escuela hay que derribar la Iglesia o siquiera cerrarla, o por lo menos reducirla a condiciones de inferioridad.
Para llenar la despensa hay que crear el trabajador y organizar el trabajo.
A toda esa obra gigante se oponen la tradición, la rutina, los derechos creados, los intereses conservadores, el caciquismo, el clericalismo, la mano muerta, el centralismo, la estúpida contextura de partidos y programas concebidos por cerebros vaciados en los troqueles que fabricaran el dogma religioso y el despotismo político.
Muchachos, haced saltar todo eso como podáis: como en Francia o como en Rusia. Cread ambiente de abnegación. Difundid el contagio del heroísmo. Luchad, matad, morid...
Y si los que vengan detrás no organizan una sociedad más justa y unos poderes más honrados, la culpa no será suya, sino vuestra.
Vuestra, porque en la hora de hacer habréis sido cobardes o piadosos.
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